Medio Ambiente

QUE LA TECNOLOGIA Y EL MEDIO AMBIENTE SE DEN LA MANO

Por Mauro Berchi

(Periodista – especialista en innovación tecnológica e impacto social)


A veces la Historia parece dar vueltas en círculos. Cada tanto, da la sensación de que necesitamos, como especie, volver a descubrir la pólvora. Un ejemplo concreto es el nuevo paradigma de habitabilidad de los conglomerados urbanos: la ciudad de los quince minutos.

La idea se difundió gracias a que la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, la propuso este año como objetivo de su gestión. Tiene que ver con descontaminar el aire y favorecer la movilidad urbana sustentable. Se supone que, bien planificada, en una Smart City a tono con los tiempos que corren todo debería estar a un cuarto de hora del habitante.

De esa forma, se incentiva que los traslados se hagan caminando o en bicicleta, las dos formas de locomoción que más se impulsan en ciudades donde el uso del auto es el principal problema por vencer. Esto está vinculado con la huella de carbono, los recursos renovables, y la batalla contra el sedentarismo.

“En el siglo veinte los urbanistas pensaban que la mejor manera de planificar ciudades era por temas; o sea, por ejemplo, Brasilia se concibió como la ciudad donde se concentraba la administración pública de Brasil; después había ciudades industriales, universitarias, comerciales, y así. Pero hoy se entiende que eso no funciona porque obliga a los habitantes a moverse en auto o usando transporte motor para resolver sus cosas. Y lo deseable es que, al revés, la ciudad donde vivimos nos ofrezca todo lo que necesitamos” explica Lucía Bellocchio, fundadora de Trend Smart Cities y directora de la diplomatura en Smart Cities de la Universidad Austral.

Imagen de Tumisu en Pixabay

Suena razonable. Ahora bien, para entender esta intención de despojarnos de un bien tan valorado hasta ahora, y cuya irrupción significó un adelanto extraordinario en términos de ciencia aplicada, hay que reflexionar sobre los efectos no deseados -a veces ni siquiera sospechados- de la innovación tecnológica.

Si bien para Bellocchio “ahora es muy difícil repensar las ciudades que, durante cien años, se diseñaron teniendo como protagonista al auto”, algunos datos obligan a hacer el esfuerzo: casi un cuarto de las emisiones global de gases de efecto invernadero se deben al uso del auto; según un informe del New York Times las principales ciudades del mundo (de Londres a Beijing) imponen cargos cada vez más costosos a quienes conducen, en sus calles, vehículos con combustión fósil. La capital de Inglaterra cobra, hoy, 11,5 libras por unidad entre las 7 de la mañana y las 6 de la tarde.

Por cierto, la lucha contra los gases de efecto invernadero es una de las principales, en el conjunto de desafíos que las grandes ciudades enfrentan a los efectos de volverse ecológicas y alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sustentable propuestos por la ONU. El calentamiento global por emisión de dióxido de carbono y metano es lo que amenaza al planeta en forma temible: Gonzalo Manrique señala, en una nota reciente de este mismo medio, que “el período 2015-2018 es el más cálido que se haya registrado jamás” como consecuencia de esa clase de contaminación.

En este contexto, es difícil comprender cómo la evolución, entendida como el mayor desarrollo de la ciencia y la cultura humanas, es lo que impulsa, primero, los avances en el confort -por ejemplo, con la creación y la enorme sofisticación del automóvil- y luego los enormes esfuerzos por utilizarlo lo menos posible, y volver a medios de locomoción más simples, una vez que tomamos conciencia del daño que dicho avance causa. Es una paradoja, pero no es la única.

Tim Peacock

Innovar en tecnologías exponenciales y sustentables

En lo que hace a tecnologías de la información y la comunicación (TIC) hay mucho por analizar. Uno de los grandes problemas a resolver se instaló en la agenda pública hace diez años, aunque su historia es un poco más larga. Se trata de la obsolescencia programada.

El término fue acuñado en 1932, durante la gran depresión, cuando algunos economistas (entre ellos, el célebre premio Nobel John M. Keynes) entendían que había que fomentar el consumo, por lo que era deseable que los productos que se comercializaban tuvieran un tiempo de uso, descarte y renovación planificado desde su fabricación, lo que obligaría al consumidor a volver a comprar.

Desde entonces, muchas empresas se vieron envueltas en escándalos, e incluso perdieron juicios, por incurrir en la misma práctica. Pero con la llegada de dispositivos digitales con inteligencia artificial (IA) y Big Data, que reúnen entre sus componentes hardware y software, la obsolescencia programada se volvió un problema mucho mayor. La razón es que el ritmo de recambio del mercado tech puede ser perfectamente dominado por las empresas, por ejemplo, haciendo que quede viejo el sistema operativo de un objeto con pocos meses de uso.

Incluso más. También desde el software es posible ralentizar la batería de un dispositivo móvil (tableta, teléfono, reproductores de toda clase, wereables, etc.) haciendo que el usuario perciba desperfectos en el funcionamiento y se incline por renovar su equipo. Es lo que estuvo haciendo Apple con sus Iphone, y por lo que este año pagó el resarcimiento correspondiente a sus clientes.

Por supuesto, la obsolescencia programada trae consigo más de un perjuicio para el medio ambiente, porque acelera el descarte de objetos cuya vida útil se desperdicia.

En este sentido, no sólo la basura tecnológica es uno de los indicadores que más crece en el mundo -según la BBC, en 2018 el mundo generó 48,5 millones de toneladas de esos residuos, de lo que sólo se recicla el 20%- sino que los dispositivos digitales rara vez se reutilizan. Puntualmente, las baterías de litio son fuente de gran perjuicio medioambiental; sus componentes no se degradan, son tóxicos y una sola pila de reloj puede contaminar una pileta olímpica.

Qué hacer con la basura electrónica en Argentina?

Otro tanto ocurre con la tecnología informática que hoy se ubica en el top de la industria: el cloud computing. Se trata de la referencia más importante de la transformación digital de hoy, que consiste en la posibilidad de que la información que minuto a minuto administramos se almacene en nubes, es decir, centros de cómputo con capacidad nunca antes alcanzada, como para que, por ejemplo, en todo el mundo se puedan utilizar enormes volúmenes de datos (desde ver películas en plataformas de streaming hasta realizar operaciones bancarias) accediendo a ellos en forma remota, sin almacenamiento local, y a la velocidad que esas actividades necesitan.

Pues bien, resulta que el funcionamiento de las tecnologías cloud obliga a un gasto de energía eléctrica inédito. Hace un año, el diario El País publicaba:

Los centros de procesos de datos existentes necesitan una media de electricidad equivalente al consumo de un país como España. Esta demanda supone el 1% del total de electricidad del mundo y genera un 0,3% de las emisiones de carbono globales. El informe LEAN calcula que el desarrollo digital emitirá en los próximos ejercicios tanto CO2 como toda la India en 2015.

Si a los centros se le suman todos los dispositivos y redes vinculados a los mismos, toda esta tecnología necesita entre el 5% y el 9% del consumo mundial de electricidad y eleva al 2% su participación en la contaminación mundial, similar al generado por el transporte aéreo.

En consecuencia, desde algunos polos del nuevo humanismo tecnológico se advierte la necesidad de adoptar conductas propias de una auspiciosa sobriedad digital: intentar usar menos el streaming, alargar la vida útil de dispositivos digitales, y recargar las baterías sólo cuando es necesario.

Además, desde el punto de vista de las interfaces, muchos sitios informativos comienzan a apostar por estéticas minimalistas, con menos recursos visuales y de diseño y programación, porque son estos los que más energía de pantalla consumen.

Así va naciendo un nuevo concepto de convergencia, ya no vinculado, como antaño, a los recursos, servicios e infraestructura de telecomunicaciones. La convergencia del siglo XXI entrelaza el desarrollo de tecnologías digitales con el cuidado del medio ambiente.

Bajo este paradigma, la innovación como resultado de la ciencia aplicada, incluso en el diseño y planificación de ciudades más vivibles, no puede dejar de lado dos cuestiones ignoradas hasta hace poco: la escala humana de la tecnología, y el respeto por el planeta.

 

 

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